viernes, 25 de noviembre de 2016

Mamá en apuros: Mamá manitas




De pequeña solía ser más manitas que ahora. Imagino que será herencia, de familia, porque recuerdo a mi padre siempre entre cables, abriendo radios de coches, vídeos beta y, posteriormente vhs, hurgando, sacando cables, volviéndolos a meter, soldando, y probando a ver si funcionaba. Me encantaba sentarme con él a la mesa y trastear lo que me dejara, pero como era poco, pronto empecé a hacer mis propias chapuzas. Aunque jamás aprendí a usar el soldador (uno pequeño que se utilizaba con estaño), alguna cosa arreglé.

Y es que tengo un don para las máquinas. Para la electrónica. Para el hardware y para el software también. Investigo, miro, remiro y pruebo. Lo que me lleva al éxito más veces que al fracaso es que no me da miedo tocar. Si estoy con algo que ya está roto, ¿para qué preocuparse? ¿Lo voy a romper más? Y con el software se inventó algo maravilloso: la tecla escape. Y si eso no te funciona, desenchufa y vuelve a enchufar. Llama a cualquier servicio técnico y será la primera instrucción que recibas…

El caso, que me desvío, que lo que he visto y mamado desde bien pequeña en casa es que, si algo se puede hacer en casa, se hace, y así nos ahorramos dinero en especialistas, que vienen a hacer lo mismo que puedes hacer tú y te soplan un pastón. ¿Qué hay que pintar? Pues se pinta. Y pintamos todos, no se salva ni el tato, hasta la más pequeña de la casa se le da un pincel y pinta. Pero antes de pintar hay que raspar el gotelé. Pues se raspa. Más de quince lesiones tuve yo, entre esguinces y tendinitis, por raspar la pintura de la pared, y ni con esas te librabas del trabajo. Y pobre de ti si se te iba la espátula y acuchillabas la pared, ¡menudo grito! ¡Que luego había que igualar con aguaplast! Si a mi padre le llegan a pillar los de protección de menores se lo llevan preso, nos faltaba una bola atada al tobillo y un traje de rayas para estar internas…

Cuando tenía yo unos dieciocho años se cambió el suelo entero de la casa, y no por tarima, que esa ahora la pones como un puzle, sino por plaqueta, y sí, la puso mi padre con ayuda de un amigo suyo. La calefacción lo mismo, tan solo se llamó a un técnico para pasar la inspección. Y en ese cambio de cara general que se le dio a la casa también se incluyeron los enchufes y los interruptores de la luz. Y de esos me encargué yo. 

Cambié todos los enchufes y los interruptores sin ni siquiera quitar el interruptor general, así de segura estaba de mi misma. Era feliz con un destornillador en la mano. Mi sueño era aprender a coger el taladro, pero las pocas veces que había probado se me había escapado y dejé un reguero de agujeros, por lo que lo dejé de lado de momento.

Dejé el bricolaje apartado cuando me vine a vivir con Papá en Apuros. Él estaba más puesto que yo, había crecido con la misma filosofía del do it yourself de los ochenta y además vivía solo desde los dieciocho. No solo sabía más, si no que por experiencia (y solo por experiencia) lo hacía mejor que yo. Y, simplemente, me desentendí.

Pero en esta casa es una ruina hay veces que se nos estropean las cosas y llegan los fines de semana, y entre la natación de la peque (sábados por la mañana), la compra, el paseo, etc, cuando nos sentamos los tres en el sofá ni nos acordamos de que hay cosas que arreglar. Y pasó que se nos estropeó el interruptor de la luz de nuestra habitación. Papá en Apuros dijo que no pasaba nada, que compraríamos otro y lo cambiaría.

Pasó una semana y compramos otro interruptor. Lo dejamos en algún lado de la casa.

Pasó otra semana y el interruptor seguía sin haberse cambiado. En un arranque de locura, me dio por buscar el nuevo para cambiarlo yo misma. Hacía años que no tocaba un cable de la luz, pero no importa, yo puedo. El caso es que no encontré la bolsa de las cosas de la ferretería.

A la semana siguiente decidí coger el toro por los cuernos y compré yo misma un interruptor, aprovechando que tenía que comprar una bombilla que se había fundido del comedor. El caso es que solo se había fundido una de una lámpara de dos, que todavía tenía luz, y la cambiamos a los dos días. Pero la habitación llevaba casi un mes sin luz, y cada vez que queríamos algo teníamos que ir hasta la pared contraria para dar la luz de la mesilla. Incómodo, sí, pero aparentemente nos gustaba.


Compré la bombilla y el interruptor, y cuando llegué a casa me arremangué y busqué los destornilladores. Apagué el ordenador, que suele estar siempre encendido, y antes de ponerme al lío bajé los interruptores de la luz. La muchacha intrépida que fui sufrió un escalofrío en algún momento de 1996, mientras cambiaba veinticinco tomas de corriente sin guantes protectores. 

Quité los restos del viejo interruptor, que se desintegró casi por completo. Quité los cables, y los puse en el lugar correcto. Esto ahora parece más sencillo, pero yo prefería el método antiguo. Los interruptores de antes fijaban los cables con un tornillo muy pequeño, pero los modernos van con un sistema en el que solo hay que apretar un botoncito de plástico. Más cómodo, pues no tienes que buscar un destornillador pequeño, pero menos fiable. En esto se cumple la regla de: antiguamente se hacían mejor las cosas.

Coloco los cables, pongo el interruptor en su sitio, pero aún no le pongo los plásticos protectores, la tecla y demás. Con el destornillador en la mano, la sonrisa de suficiencia en la cara, voy a conectar la luz. Vuelvo a la habitación, y le doy al interruptor, mirando hacia dentro para contemplar el milagro de la electricidad. 

Nada.

Le doy otra vez, no vaya a ser que la primera lo haya hecho mal… Pero nada, no funciona.

Un poco más desinflada, vuelvo al cuadro de la luz para desconectar de nuevo. No pasa nada, seguro que he colocado mal los cables. Cosa extraña, porque yo juraría que no guardan posición concreta, pero no pasa nada. Lo vuelvo a intentar.

Desconecto los cables, los cambio de sitio, compruebo que no se hayan quedado sueltos, que estén firmes, y coloco todo el conjunto en su hueco, esta vez sin esmerarme mucho, no vaya a ser que no funcione. Vuelvo a conectar la luz de la casa, vuelvo a la habitación, y esta vez con menos entusiasmo, vuelvo a darle al interruptor.

Nada. Pruebo de nuevo, porque todo el mundo sabe que encender y apagar un interruptor es una ciencia muy complicada y a veces fallas. Pero no, la luz no quiere encender. Miro a la lámpara, una que es lámpara y ventilador a la par, por si ella tiene la respuesta, pero nada. El caso es que parece que me quiere decir algo, pero no consigo entenderla. El día que entienda a las lámparas que parecen que quieren decirme algo será el día que finalmente me internen en un manicomio, pero por suerte para mí, ese día aún no ha llegado.

El que llegó fue Papá en Apuros, al que le conté apesadumbrada que había colocado el interruptor, pero que lo que iba a ser mi gran victoria se había tornado en mi gran fracaso porque no funcionaba.

-- ¿Has encendido la luz de la lámpara?

Se me quedó cara de idiota. La lámpara, mira que la lámpara me lo quería decir. La muy japuta. Tiene interruptor propio de luz para que puedas usarla en modo ventilador sin que te tengas que quedar cegada. 

Vamos a la habitación, le damos a la cuerdecita y… voilá, se hizo la luz. 

Me invadió una sensación extraña. Por un lado, estaba orgullosa de haber arreglado el interruptor, pero por otro lado me sentía absolutamente imbécil por no haberme dado cuenta de lo que me quería decir la lámpara.



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